Cuando el viejo Eugenio cerraba los ojos y los cubría con su mano, se iniciaba un proceso interno que lo transportaba y lo transformaba; el anciano abría su alma y retrocedía en el tiempo a la velocidad de la luz, escogiendo entre sus miles de vivencias las que merecían ser revividas a todo color, ahora que su rutina diaria era tan gris.
Su novia, su mujer, la madre de sus hijos, la compañera, la cocinera, la que sabía hablarle con la mirada.
Los nietos, en parte porque temían los ruidos nocturnos del viejo desvelado y en parte porque les gustaba torturar al ser indefenso en que, de pronto, se había convertido el viejo Eugenio, corrían a reclamarle a su mamá Mercedes. Salían sin hacer ruido de la sala y la buscaban para contarle que el abuelo se estaba durmiendo, que no los dejaría dormir, que se debe dormir de noche y no de día, y ella llegaba presurosa cerquita de él, se agachaba y le ponía la mano delicadamente en el hombro para no asustarlo, en parte porque también se despertaba con los paseos de su padre en las madrugadas y en parte por una genuina preocupación nacida del cariño.
Si con eso no bastaba para sacarlo del ensimismamiento, ella, mimosa, le pedía un beso y el viejo bajaba la mano que le cubría el rostro para atender el pedido de su hija. Mercedes acercaba su mejilla a los labios del padre y él con cuidado le daba ese beso paternal que siempre tenía sabor de canela y cigarro.
Pero esta tarde al bajar la mano para atender a la hija, el viejo permaneció con los ojos cerrados y con una voz muy chiquita preguntó si estaban los niños cerca.
Estaban y así se lo confirmó su hija.
- Que se vayan, hija, mándalos salir.
No hizo falta que Mercedes repitiese los deseos del padre como órdenes a los hijos. Los niños, sin rechistar atendieron al abuelo y salieron sin decir nada.
- Ya se fueron padre. Dime que te pasa.
Eugenio seguía con los ojos cerrados.
- Me pasa tu madre hija, me pasa que sin ella no sé estar, ni quiero. No quiero abrir los ojos porque aquí dentro la veo. Ella me mira y yo la miro. No hacemos nada malo hija sólo mirarnos.
Mercedes miró el rostro arrugado de su padre. Sus arrugas, sus cabellos blancos, sus ojitos cerrados y unas lágrimas que escurrían despacio haciendo caminitos en zig zag camino de la camisa.
Con el filo de su falda se las secó, mientras recordaba cuantas veces había sorprendido a sus padres mirándose cómplices por encima de las cabezas de los hijos almorzando o al cruzarse en un pasillo. Recordó la sonrisa de su madre y los guiños de su padre . Se acordó de como él, al regresar del trabajo, al primer hijo que se encontrara le preguntaba dónde estaba la madre. La buscaba, se miraban, sonreían, y sólo después buscaba a los hijos para saber del día o de las novedades.
Pensó en su padre en el entierro, semanas antes, tan serio, tan triste, tan de ojos cerrados, tan de de pie al lado del ataúd.
Las personas pensaron que rezaba, pero Mercedes no había visto rezar a su padre jamás, era un ateo convencido y lo último que se le pasaría por la cabeza sería orar en momentos de crisis, simplemente estaba allí, parado en pie al lado de su mujer muerta con una mano en la caja y la otra cubriéndose el rostro.
No era hora para palabras, pues el dolor no las necesita cuando se vive en familia. Se dejó caer en el regazo de su padre como cuando era niña y al apoyarse en su pecho le tomó una de sus manos y la llevó a sus propios ojos.
- También quiero ver a mamá.
La cena, los niños, las prisas y los miedos de no dormir, pararon para admirar como el amor une miradas que la muerte separa.
Mercedes sintió el beso de su padre en su frente segundos antes de dejar de escuchar su corazón.
Sin alarmas, sin miedo, dejó que se fuera apagando sin llamarlo.
Pensó en cuantas veces había escuchado hablar de parejas como sus padres, gente que después de mucho tiempo juntos, no saben despedirse cuando fallece uno de los dos. El otro, en poco tiempo, se apaga y lo sigue.
Y así se acababa de ir su padre.
Con los ojos que él mismo se había cerrado, prendidos en la mirada de su mujer.
Isabel Salas