martes, 14 de noviembre de 2017

MUJER VOLADORA




Ya no me importa si tú no logras ver los colores que yo veo en las cosas, en las casas o en el agua. Los veo yo y eso basta. Tu filtro gris de ver la vida, tu manera estúpida de juzgar cada una de mis frases o pensamientos, tus burlas, tu crueldad y tus pésimos modales son tu problema y ya no consiguen pintar de humo el mundo que sé mirar y ver.

Mi aire se llenó de colores y lo voy respirando mientras vuelo sin culpas. Tal vez tengas  razón y la loca soy yo y no tú, pero soy una loca con sonrisa y brillo en los ojos y tú vas a morir podrido de razón mientras yo vuelo cada vez más alto como una nota de canción de Alberto Cortez.

Siempre me gustó la poesía, y siempre te burlaste como si leer poemas me hiciera inferior. Decías que una "mujer verdadera" y sobre todo inteligente,  debería leer otras cosas. Me recomendabas lecturas insoportables como la de aquel libro pesado y sin música de los tristes trópicos donde un antropólogo pedante describía la vida de los indios desde su punto de vista arrogante. Nunca comprendiste que yo prefería entender América con las canciones de la trova  cubana o calle 13.

Fue precisamente un poeta, Oliverio Girondo, quien un bello día, me reconcilió con mi espíritu volador al encontrar un poema suyo sobre su respeto por las mujeres voladoras y me recordó que las alas fuertes también fortalecen los pies y que empezar a dar patadas a ciertos traseros es consecuencia inmediata del acto de volar.

Como yo.

Tal vez no soy una mujer que merezca la pena, como dices tú, pero vuelo, como dice él, tal vez el tamaño de mis tetas nunca fue el adecuado para tus manos, pero mis alas tienen el tamaño perfecto para elevarme. Entre su opinión y la tuya, francamente y con toda sinceridad, la tuya pierde peso y desaparece  como  el vapor que sale de la olla y que al momento ya no se ve.


Oliverio Girondo bendijo mis alas y desde la altura en la que  vuelo hoy te veo tan chiquito, tan mediocre y tan mezquino como realmente eres. Una mujer voladora, así como la miel, no está hecha para la boca de cualquier asno. Como pasa con las perlas y los cerdos, hay incompatibalidades  que van más allá del  grupo sanguíneo, son vitales, insuperables e imposibles.

Como tú y yo.
Como nosotros: incompatibles.

Ni sé si ya perdoné tu tentativa perversa de impedirme volar, ni me importa ni tengo tiempo de pensar en eso. Tal vez un día, volando, llegue cerca de ti, y tú tendrás la oportunidad de preguntármelo si eres rápido y estás atento a lo que pasa en el aire.

Si de verdad te importa o necesitas saberlo quédate atento y levanta la cabeza para buscarme pues mis alas funcionan y nunca me verás arrastrándome por el suelo.


Isabel Salas

POEMA DE OLIVERIO GIRONDO

No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.

Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.

Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.



Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,

tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?



¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo

y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,

volaba del comedor a la despensa.

Volando me preparaba el baño, la camisa.

Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...


¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?



¿Verdad que no hay diferencia sustancial

entre vivir con una vaca o con una mujer

que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?



Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender

la seducción de una mujer pedestre,

y por más empeño que ponga en concebirlo,

no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.




miércoles, 8 de noviembre de 2017

LOS OJOS DE EUGENIO ZAMBRANA







Cuando el viejo Eugenio cerraba los ojos y los cubría con su mano, se iniciaba un proceso interno que lo transportaba y lo transformaba; el anciano abría su alma y retrocedía en el tiempo a la velocidad de la luz, escogiendo entre sus miles de vivencias las que merecían ser revividas a todo color, ahora que su rutina diaria era tan gris.

Cinco semanas hacía que habían enterrado a Josefa y él aún no se había adaptado a los nuevos matices del mundo sin la presencia de la compañera de sesenta años.

Se dice pronto sesenta años, son dos palabras  apenas, pero para vivirlos se tarda un rato lleno de días, miles de días y de noches con sus madrugadas y sus tardes llenas horas de Josefa. 

Su novia, su mujer, la madre de sus hijos, la compañera, la cocinera, la que sabía hablarle con la mirada.

Al cerrar los ojos, lo primero que ellos buscaban eran los de la esposa. Allí estaban, esperándolo, detrás de sus propios párpados, rodeados de arrugas, como últimamente, pero intacto el brillo con que le devolvían el mirar desde que se empezaron a amar tanto tiempo atrás.

Allí, dentro de él, estaban los ojos que habían aprendido a hablarle directo al alma,  la mirada que sabía pedirle que se callara cuando los regaños a los hijos ya habían alcanzado el punto exacto o que empujara más fuerte cuando se estaban amando y ella deseaba sentir su fuerza dentro de ella. 

Los nietos, en parte porque temían los ruidos nocturnos del viejo desvelado y en parte porque les gustaba torturar al ser indefenso en que, de pronto, se había convertido el viejo Eugenio, corrían a reclamarle a su mamá Mercedes. Salían sin hacer ruido de la sala y la buscaban para contarle que el abuelo se estaba durmiendo, que no los dejaría dormir, que se debe dormir de noche y no de día, y ella llegaba presurosa cerquita de él, se agachaba y le ponía la mano delicadamente en el hombro para no asustarlo, en parte porque también se despertaba con los paseos de su padre en las madrugadas y en parte por una genuina preocupación nacida del cariño.

Si con eso no bastaba para sacarlo del ensimismamiento, ella, mimosa, le pedía un beso y el viejo bajaba la mano que le cubría el rostro para atender el pedido de su hija. Mercedes acercaba su mejilla a los labios del padre y él con cuidado le daba ese beso paternal que  siempre tenía sabor de canela y cigarro.

Pero esta tarde al bajar la mano para atender a la hija, el viejo permaneció con los ojos cerrados y con una voz muy chiquita preguntó si estaban los niños cerca.

Estaban y así se lo confirmó su hija.

- Que se vayan, hija, mándalos salir.

No hizo falta que Mercedes repitiese los deseos del padre como órdenes a los hijos. Los niños, sin rechistar atendieron al abuelo y salieron sin decir nada.

- Ya se fueron padre. Dime que te pasa.

Eugenio seguía con los ojos cerrados.

- Me pasa tu madre hija, me pasa que sin ella no sé estar, ni quiero. No quiero abrir los ojos porque aquí dentro la veo. Ella me mira y yo la miro. No hacemos nada malo hija sólo mirarnos.

Mercedes miró el rostro arrugado de su padre. Sus arrugas, sus cabellos blancos, sus ojitos cerrados y unas lágrimas que escurrían despacio haciendo caminitos  en zig zag camino de la camisa.

Con el filo de su falda se las secó, mientras recordaba cuantas veces había sorprendido a sus padres mirándose cómplices por encima de las cabezas de los hijos almorzando o al cruzarse en un pasillo. Recordó la sonrisa de su madre y los guiños de su padre . Se acordó de como él, al regresar del trabajo, al primer hijo que se encontrara le preguntaba dónde estaba la madre. La buscaba, se miraban, sonreían, y sólo después buscaba a los hijos para saber del día o de las novedades.

Pensó en su padre en el entierro, semanas antes, tan serio, tan triste, tan de ojos cerrados, tan de de pie al lado del ataúd.

Las personas pensaron que rezaba, pero Mercedes no había visto rezar a su padre jamás, era un ateo convencido y lo último que se le pasaría por la cabeza sería  orar en momentos de crisis, simplemente estaba allí, parado en pie al lado de su mujer muerta con una mano en la caja y la otra cubriéndose el rostro.

No era hora para palabras, pues el dolor no las necesita cuando se vive en familia. Se dejó caer en el regazo de su padre como cuando era niña y al apoyarse en su pecho le tomó una de sus manos y la llevó a sus propios ojos.

- También quiero ver a mamá.

La cena, los niños, las prisas y los miedos de no dormir, pararon para admirar como el amor une miradas que la muerte separa.

Mercedes sintió el beso de su padre en su frente segundos antes de dejar de escuchar su corazón.

Sin alarmas, sin miedo, dejó que se fuera apagando sin llamarlo.

Pensó en cuantas veces había escuchado hablar de parejas como sus padres, gente que después de mucho tiempo juntos, no saben despedirse  cuando fallece uno de los dos.  El otro, en poco tiempo, se apaga y lo sigue.

Y así se acababa de ir su padre.

Con los ojos que  él mismo se había cerrado, prendidos en la mirada de su mujer.

Isabel Salas




AQUÍ




Leerte, 
es acariciar tu pelo,
tocarte,
conocerte.

Deslizarme
entre las suaves curvas 
de tus renglones
e imaginar el tacto
del aroma de noche
de tus mechones.

Y siempre
se desliza la seda de tus sonrisas
entre mis dedos,
y me sorprende
la colección de abcisas
con que vistes tus ruedos.

Y a veces 
quisiera ser la flor morada
que respira escondida
susurrando poemas
bajo tu almohada.

Pero nunca 
te digo
que leerte es tocarte
y tal vez, 
mi manera de imaginarte 
aquí,
 conmigo.

Isabel Salas


Dedicado a Juan Carlos Tonatiuh, el poeta infinito que hace de toda conversación un poema y cualquier asunto convierte en poesía sin aparente esfuerzo. Por encima de los celos que ese don me provoca, están la admiración, la amistad, el cariño y ese deseo de un día, emanar poesía, como él, a raudales.


jueves, 26 de octubre de 2017

SOUNDIATA KEITA

 


 La historia de Soundiata Keita es una de las narraciones más emblemáticas de la tradición oral africana, transmitida de generación en generación por los Griots, los narradores y guardianes de la memoria en África Occidental. Su vida está llena de elementos que la convierten en una epopeya: lucha, superación, magia y sabiduría. Se cuenta que nació alrededor del año 1217, en lo que hoy es Mali, en el seno de una familia real, pero desde el inicio su destino estuvo marcado por la incertidumbre. A diferencia de otros niños de su linaje, Soundiata nació con unas piernas débiles y se adivinaba que no podría caminar, lo que despertó la incredulidad y la burla entre su pueblo.

Su madre, Sogolon Djata, una mujer de gran inteligencia y fortaleza, enfrentó el desprecio de la corte y del pueblo, pues nadie creía que su hijo podría algún día gobernar. Una profecía anunciaba que aquel niño, a pesar de su discapacidad, estaba destinado a convertirse en el rey de Mali. Sin embargo, pocos creían en ello, ya que no parecía tener las cualidades necesarias para liderar un reino. La presión social y el rechazo marcaron los primeros años de su vida, pero su madre, al igual que tantas madres a lo largo de la Historia, jamás perdió la fe en él.

Consciente del destino que le esperaba, Sogolon se dedicó a fortalecer a su hijo tanto física como espiritualmente. Buscó la ayuda de sabios y curanderos que le enseñaron el poder de las hierbas medicinales, con la esperanza de que pudieran ayudar a Soundiata a recuperar la fuerza en sus piernas. A medida que crecía, el niño desarrolló un espíritu inquebrantable y aprendió a no dejarse definir por sus limitaciones físicas. Tras años de esfuerzo y determinación, logró ponerse de pie y dar sus primeros pasos, un acontecimiento que fue visto como un milagro y una señal de su gran destino.

Su vida dio un giro cuando Sumanguru Kanté, el temido rey del reino de Soso, invadió Niani, la tierra natal de Soundiata. Sumanguru era conocido por su poder militar y por su supuesto dominio de la magia negra. Con gran ferocidad, conquistó el reino, sometió a sus habitantes y acabó con las familias reales que podían desafiarlo. En ese momento, Soundiata comprendió que su destino no era solo caminar, sino también liderar y liberar a su pueblo.

A pesar de su juventud y de su falta de experiencia militar, Soundiata comenzó a reunir aliados entre aquellos que habían sufrido bajo el dominio de Sumanguru. Poco a poco, su ejército se fortaleció, con guerreros que veían en él la esperanza de recuperar sus tierras. No obstante, la amenaza de Sumanguru no era fácil de enfrentar, pues su poder era ampliamente temido. Sin embargo, Soundiata no se dejó intimidar y esperó el momento adecuado para enfrentarlo.

El esperado enfrentamiento  llegó en el año 1235, en la Batalla de Kirina cuando Soundiata lideró a su ejército con valentía y astucia, utilizando el conocimiento de su tierra y de la naturaleza a su favor. Las crónicas orales cuentan que en la batalla no solo se enfrentaron dos ejércitos, sino también dos formas de poder: el liderazgo justo y visionario de Soundiata contra la tiranía y el temor que representaba Sumanguru. Con una estrategia bien planeada, logró debilitar al enemigo y finalmente derrotarlo. Sumanguru, vencido, huyó y nunca más se supo de él, para alivio de todos, dejando el trono que había usurpado.

Tras su victoria, Soundiata no solo recuperó Niani, sino que unificó los territorios bajo su mando, dando origen al Imperio de Mali. A diferencia de otros conquistadores, su objetivo no era solo expandir su territorio, sino construir un reino sólido y justo, en el que los diferentes pueblos pudieran convivir en paz. Así, comenzó a establecer un gobierno basado en valores morales muy superiores a lo que sus súbditos conocían como la equidad y la unidad, donde todas las comunidades tenían representación y donde las tradiciones eran respetadas. Para ello, se apoyó en los Griots, quienes se encargaron de preservar la historia, la cultura y los valores del imperio.

Bajo su mandato visionario y adelantado a su tiempo,  el Imperio de Mali creció rápidamente, abarcando lo que hoy son Mali, Senegal, Guinea, Burkina Faso y otras regiones de África Occidental. Bajo el liderazgo de Soundiata, la región experimentó un periodo de prosperidad, estabilidad y justicia. Su reinado marcó el inicio de una era en la que el comercio, la cultura y el conocimiento florecieron.

Su legado no se limitó solo a la política y la guerra ya que él entendió la importancia de la memoria colectiva y de la tradición, por lo que dio un papel fundamental a los Griots para asegurar que la historia de su pueblo jamás se olvidara. Gracias a ellos, su relato sigue vivo hasta hoy y el nombre de Soundiata Keita quedó grabado en la historia como el fundador de uno de los imperios más influyentes de África

Su vida es un símbolo de resiliencia, liderazgo y visión, pues logró superar grandes obstáculos para cumplir con su destino. Su historia nos recuerda que el coraje y la sabiduría pueden abrir caminos incluso en las circunstancias más adversas. A través de los siglos, su legado sigue vivo, inspirando a quienes creen en la justicia, la unidad y el poder de la determinación.

 

Una de esas historias que encuentro mientras estudio e investigo sobre temas variados 💙

lunes, 16 de octubre de 2017

NARANJAS



No sé si aún te quiero.

Sé que te quise y tú lo sabes, te quise mucho y tal vez es verdad, como dices cada vez que me vienes a ver, que una parte de mí nunca dejó de amarte. No sé negarlo ni tengo argumentos para discutir.

Me siguen gustando las naranjas y me gusta verte llegar cada semana cargando una bolsita llena y esa sonrisa con la que anuncias"vitamina C", como si bastase invocar el poder sagrado de las vitaminas para olvidar estos años lejos de ti y regresar, como me pides, a tu corazón, como quien vuelve a casa.

No sé dónde se fue el amor, si está dormido como tú dices y se despertará como se despiertan los amores a fuerza de besos, o si se terminó y nada podrá hacer que brote el tronco seco que ya gastó todas las lágrimas llamándote a gritos en cada orgasmo lejos de ti. Tampoco sé mentirte, amor, me enseñaste a decirte siempre lo que sentía y así sigo, desnudando mi alma cada vez que te hablo, y confiando siempre en la inmortalidad de la pureza.

No se puede volver al pasado, afirmas, pero se puede leer el mismo libro años después siendo más sabio y tal vez sea verdad, pero mi libro ya no es el mismo, tiene más capítulos que cuando lo leíste y no todos son fiestas de cumpleaños. 

Tal vez debas leerlos todos, dejarme hablar, sin decir que no importa. Debo contarte todo lo que pasó para estar bien segura de que sabes quién te está hablando. Quién soy ahora y no quién fui. Es importante que entiendas en quién me transformé.

Entonces tal vez, cuando de verdad me mires con los ojos de ahora y yo sepa quien es el hombre que hoy me escucha, merezca la pena regresar a ti, sabiendo exactamente adónde voy y sabiendo tú quién soy en realidad.

Es cierto que tus besos siguen sabiendo rico, que Montaner sigue sonando mejor en tu coche que en cualquier escenario y que mi sonrisa sigue entrando enterita en la tuya cuando me muerdes, pero no basta eso para que las naranjas hagan milagros y anuden nuestras almas reatando los lazos que se desbarataron.

La vitamina C necesita su tiempo para actuar, y como sabes, tiempo me sobra y naranjas nunca te faltaron.

Mi zumo, ya lo sabes, con hielo y sin azúcar.

Isabel Salas

domingo, 8 de octubre de 2017

AMIGAS




Tengo amigas así, 
olas azules bordaditas de espuma
blanca y plata
que saben ser también
laguna
o catarata.

Valientes, decididas, 
atrevidas,
que juegan con las piernas de la gente 
que mira el mar 
sin atreverse a entrar,
por miedo que los lleve 
la corriente.

Tengo algunas amigas 
que saben inspirar sin imponer, 
saben estar y ser 
y saben, sobre todo, 
sonreír, 
como sonríen 
los que no tienen miedo de vivir. 

Esas amigas 
que lloran por lo mismo 
que yo lloro 
y desean lo mismo 
que deseo, 
son amigas que comparten
mi lucha 
y mis motivos 
y amigas cuya alma, 
calienta el mismo fuego.

Y me gusta saber, 
que esas amigas, 
levantan la bandera que levanto 
y sueñan con lo mismo 
que yo sueño. 

Saben ser compañera, 
y hombro amigo,
pañuelito prestado 
o escalera.

Isabel Salas


jueves, 5 de octubre de 2017

GARANTÍA



Hasta yo, que no soy de rezar, a veces siento esa necesidad imperiosa de dominar la magia, o conocer los rituales más secretos y poderosos que me permitan proteger el brillo de la mirada verde de mi amada hija. Sobre todo en días como hoy, cuando llega a casa y después de merendar, con la pancita llena, me dice que mire una foto que se hizo en el cole con una de sus amigas.

Sin poder evitarlo se llenan mis ojos de lágrimas por ese futuro inescrutable que planea sobre ella. Sé que su destino no está escrito, y sé que en él caben muchos posibles finales y demasiados diferentes capítulos.

Me gustaría tener el poder de escribirle la vida más feliz, más segura y más llena de amor posible y decirle que no se preocupe, que está todo bien y siempre lo estará, que le he llenado el futuro de momentos felices y de sonrisas. Me gustaría registrar ese libro, como registré los otros que escribí y poner en género literario, en vez de prosa o poesía, una palabra mágica que siempre me sonó a certeza y a honestidad, a apretón de manos cósmico con todos los dioses y sus ángeles: "garantía".

Recuerdo cuando era niña y aprendí su significado, como me pasé meses escribiéndola por todos lados mientras repetía, como un mantra sagrado, susurrando bajito, que lo que deseaba se iba a realizar con toda seguridad. La escribía en las suelas de mis zapatos gorila, en la parte de atrás de la lavadora y en el segundo escalón de la casa de la Calle Tercia. Allí vivimos dos años, y justo donde el ala de un ángel de hierro que adornaba la barandilla, daba un toque en el escalón yo me agachaba y con mi lápiz escribía en letritas bien chiquitas la palabra garantía.

Recuerdo que en una ocasión el vecino del primero, me pilló en pleno acto vandálico y me preguntó que estaba escribiendo. Aquel hombre se llamaba Joaquín y era muy mayor, al menos así me lo parecía. No recuerdo casi nada de él, pero sí que su mujer se llamaba Lola y que a veces me pasaba la mano en la cabeza cuando lo encontraba en la escalera y me decía "que niña tan educadita" cuando lo saludaba con un buenos días o un buenas tardes al cruzármelo.

Seguro que aquel día no le parecí tan educadita al pillarme escribiendo en el escalón de mármol blanco. 

Cuando le confesé que estaba escribiendo la palabra garantía, sonrió.

¿Y eso para qué?
- Pues para que todo salga bien.

Todavía recuerdo la carcajada que soltó antes de responder:
- Excelente idea Isabel, magnífica idea.

Me pareció sorprendente que "un mayor" pudiera estar de acuerdo con aquella magia infantil improvisada, pero me pareció tan sincera su risa y tan amable su gesto al tocarme el pelito que hoy al sentir esas ganas de escribir  garantía en el segundo escalón de la calle Tercia, número dos, para proteger a mi hija del futuro incierto, y poder prometerle que TODO saldrá bien, me hubiera encantado poder hacerlo y volver a encontrarme a mi vecino Joaquín Moreno para que me felicitara por mi magnífica idea.

Las buenas ideas son como las miradas de doce años, nunca caducan y siempre están llenas de magia.

Isabel Salas