sábado, 7 de noviembre de 2015

TU ODIO


Hasta comprendo que me odies.

Tus motivos tendrás para verme como me ves. Tus gafas de ver la vida, que te las rompieron cuando eras niño y hasta hoy miras por esos cristales llenos de telas de araña, o son las drogas que usas y te dejan así tan podrido como una rama podrida del árbol muerto que ya ni respira ni sirve para ser nido, o tal vez sea tu semen atorado que te perjudicó el cerebro o algo.
No lo sé. 

Lo que no entiendo es tu necesidad de hacérmelo saber. Ese empeño que pones en estar seguro de que lo sepa yo, como si tu odio necesitara materializarse de alguna manera y golpearme para existir de verdad.

Hacer ruido de cosa real que sale de tu cabeza y rompe cosas a golpes para tomar conciencia de que está vivo.

Siempre los golpes.
Tus golpes en los muebles, en las puertas, en mi alma, en el perro, en la esperanza, en la pared del pasillo, en la lámpara que me gustaba, en mi cara, en la tranquilidad del alma, en mi boca.

Y el silencio de después de sonar los golpes que nos hace flotar en el espacio como naves agotadas que se miran de lejos sin entender muy bien como se sale de esa película de terror y guerra en las estrellas.

Isabel Salas

lunes, 2 de noviembre de 2015

domingo, 1 de noviembre de 2015

[INVITACIÓN A BEBER] Poema en el que para variar soy la musa


Agradezco este precioso poema que me dedica el poeta argentino Marcelo Gonzalez. Os dejo el link a su BLOG y a su página de FACEBOOK para quien quiera conocer algo más sobre su trabajo que sin duda recomiendo.




[INVITACIÓN A BEBER]

Isabel escribe poemas

sobre el agua 
como si en verdad los bebiera,
de una sola vez.
Como si estuviera 
llena de sed
luego de escribir
un intenso desierto
y de un sólo arrebato
hiciera de pronto llover.


O como si al final
de una larga jornada
te invitara a flotar
sobre un horizonte piélago
pintado de azul.
No la conozco,
tan solo su huella,
pero no me es indiferente
toda vez que ella
vuela en uno después
de haberla leído.
Isabel escribe poemas
como si te invitara a beber!



(A Isabel Salas)

Marcelo González



sábado, 31 de octubre de 2015

EL SANTO AL CIELO



Algunas veces me paro y miro hacia adentro. Me pasa de pronto y desde siempre, sin previo aviso, a traición ... a mansalva, a silencios.
Mi abuela Mari Tere, a quien yo llamaba de mamabuela me miraba así embobada y me decía que se me iba el santo al cielo. Aquello sonaba tan trágico y tan definitivo como puede sonar la idea de un santo volando al cielo en una mente infantil llena de imágenes absurdas como era la mía. Yo imaginaba una estatuilla de San Pancracio rodeada de ramitos de perejil elevándose al cielo para siempre, como la felicidad de comer perdices de las princesas, tan definitiva e intangible.

Mi santo, dependiendo de los días, subía disparado cual cohete espacial o con la majestuosidad de un río que se pusiera de pie, pues siempre he sido muy dada a mezclarlo todo de una manera caótica en mi corazón y en mis pensamientos, santos de carnicería con poemas sobre cipreses, deseos y realidades, besos dados o no, risas y boquitas de hijas mamando con aquel zapato tan bonito que no había de mi número pero que hubiera quedado perfecto  con el vestido azul que tanto le gustaba a mi cuarto amor.

Hasta hoy el santo se me va al cielo de vez en cuando, por el poder de mis pensamientos juguetones y como siempre lo mando al exhilio "por los siglos de los siglos", desterrado como los hijos de Eva pero al revés, lo envío al cielo, dónde no hay valles de lágrimas y todo son montañas de alegrías habitadas por seres felices.

Todavía,cuando ese momento de introspección me invade y me pierdo en los recuerdos o en los sueños, las palabras de mi abuela retumban desde el pasado y me hacen sonreír. 

Hace unos años, cuando mi abuela ya estaba viejecita, mi hija mayor que entonces tenía cinco años me dijo "mamá mira mamabuela que quieta está". Me giré para verla y me la encontré embobadita, sentada en su butaca a pocos metros, perdida en sus pensamientos, con sus ojos azules congelados y esa carita típica de quien está disparando santos al cielo mientras recuerda abrazos que no eran de su número.

Le dije a mi hija que fuera a buscar a la Pike, una perra con alergias que teníamos con la que practicábamos todas las maneras posibles de curación conocidas e inventadas. No había nada como llamarla para que se escondiese imaginando con que nuevo líquido pestoso la íbamos a embadurnar y cuanto tardaría ella en lamerlo todo para conservar su alergia invencible. Llamarla era una magia poderosa que la hacía invisible así que yo sabía que la niña tardaría.

Me acerqué a mi abuela y me senté en el brazo de su sillón, con cuidado para no asustarla le dije, mientras le daba un beso, que se le estaban yendo todos los santos al cielo, que guardase alguno para alguna emergencia.

Ella me miró enfocando poco a poco la mirada y dejó caer su cabecita en mi hombro que aún estaba cerca de ella. No dijo nada, ni yo tampoco, nos quedamos las dos así un ratito, calladas, pensativas, sin soledad, dejando el cariño flotar entre las dos mientras yo le hacía cariñitos en el pelito corto y pensaba como era bueno tenerla allí conmigo, en sus maravillosos flanes, sus cuentos, el papel de celofán azul que le puso a la televisión para protegernos la vista y tantas cosas buenas que siempre  me había dado.

Entre las cosas que, hasta hoy,  mezclo cuando mezclo cosas en mis momentos de pararme  y mirar hacia adentro, están los besos de mi quinto amor, los poemas sobre arpas, las risas de mis hijas, los mensajes de texto cachondos que me llaman a horas de fiesta, las tartas de cumpleaños, las canciones debajo del agua que mi hermana tenía que adivinar y claro, como no, los abrazos de mi abuela que siempre, siempre,  eran de mi número.

Isabel Salas

domingo, 25 de octubre de 2015

jueves, 15 de octubre de 2015

CUARENTA Y OCHO





Pasé media hora dudando si responder o no, y en caso afirmativo, qué respondería, porque no necesitaba leer tu mensaje para saber qué habías escrito. Pocas palabras, seguro, como siempre las justas para decir lo que necesitas decir sin que se interprete mal, con esa precisión que tienes para ser exacto que a veces me irrita tanto y a veces tanto me gusta.

Estuve mirando el teléfono de reojo mientras me lavaba los dientes y me arreglaba para salir, ignorándolo, digamos que "haciéndome la muerta", pero sabiendo que tú ya sabías que el mensaje había llegado y que yo lo había visto aunque aún no te hubiera respondido. Sé que me conoces y podía ver tu sonrisita calculando el tiempo que tardaría yo en darme por vencida y decir cualquier cosa para responderte: sí o no.

Sé que esta tarde cuando pasaste con tu coche y me viste saliendo de la panadería buscaste mis ojos antes que yo me diera cuenta de que eras tú. Lo sé porque cuando te miré ya habías colocado esa mirada especial que pones cuando quieres  que no se te note lo que estás pensando. Te he visto hacerlo demasiadas veces al hablar con los mecánicos o con el gerente del banco y puedo oír tu voz diciéndome unos segundos antes de subirla a tus ojos, "aprende".

Aunque tus ojos estaban impenetrables, yo sí noté como aminoraste y como pasaste mucho más despacio de lo normal sin quitarme ojo. Vi que unos metros más allá casi paraste pero lo pensaste mejor y seguiste. Por el retrovisor seguimos mirándonos hasta que doblaste la esquina y entonces empecé a temblar tranquilamente.

Temblar de esa manera que tiemblo cuando la culpa es tuya, de dentro para afuera, haciendo olitas que nacen en mi vagina y antes de salir por mis manos calientes arañan mis antebrazos desde dentro.

Desde dentro. Desde muy adentro, porque sin duda es allí que estás siempre aunque no siempre estés cerca. Y es allí que se activan los mecanismos de los temblores aunque no me mires bien y coloques la mirada de ocultar deseos. Y es allí, bien dentro, donde manan las ganas de llamarte cada día desde que dejé de hacerlo.

Cuarenta y ocho minutos aguanté.

Tu mensaje como yo lo esperaba: corto y claro y que sólo necesitaba un sí o un no: "Esta tarde te vi un poquito. Quiero verte más. Verte y hablarte. Si quieres, te llamo esta noche y hablamos. Quieres?"

Mi cuerpo, que aún no había parado de temblar,  al leer tu mensaje, quiso decirle a mi corazón que era la hora de tomar decisiones, y que eso le correspondía a él, pero no lo encontró. Se había puesto tan feliz que se olvidó por un momento de los años y de los meses sin verte, sacó la moto y se fue a dar una vuelta con el traje de fiesta y la sonrisa de niña que guarda para ti y para tus preguntas fáciles que demandan respuestas sencillas.

Sin embargo mis dedos si estaban aquí, todos, y ellos contestaron:

"Sí".


Isabel Salas